sábado, 13 de octubre de 2007

Cerebros rapados

Podrían liarse a golpes con las paredes de las casas derrumbadas por el penúltimo ciclón de la miseria; podrían dar un puñetazo en la mesa de los que en España se enriquecen, gracias a ser los mayores suministradores de munición para unas guerras, en las que las primeras víctimas son los niños; podrían haberse comido los nudillos por la rabia, ante la imagen en la pantalla de plasma del televisor, de un soldado birmano, que dispara impasible sobre un fotógrafo pegado al suelo por el miedo, atravesando su cámara hasta volarle el pecho, cumpliendo las ordenes del odio disfrazado de tirano con gorra de plato y galones, sentado en un trono apuntalado por sus exportaciones de gas y que después de comprobar que ha realizado bien su encargo, el soldado sigue su camino arrastrando las chanclas de goma; podrían alzar el puño contra los tiburones que usan tirantes, disparan al cielo con sus chimeneas, hiriéndole de muerte, y cuando sonríen nos enseñan sus colmillos de diamantes, que relucen cuando se les hace la boca agua antes de explotarnos.
PODRÍAN... PODrían... podrían...

Pero no. En lugar de eso, hace unos pocos días, cuando los últimos visitantes abandonan el Museo de Orsay, se cuela la barbarie; borracha y clandestina se pasea por las salas vacías, al pasar por delante de uno de los cuadros se detiene, tambaleándose lo observa, pero como solo le parece “pintura degenerada” lo escupe con la fuerza de sus nudillos y rompe la tela. El puente de Argenteuil, el cuadro, en el que con pinceladas libres y luminosas, Claude Monet pintó los bucles del sol peinados por el río Sena, corre la misma suerte que La Piedad de Miguel Ángel, el Pez de oro de Klee o el pie del David, mutilados por hordas salvajes, enemigas de la esperanza.

Ilustración: Julio Rey/Planet of the apes. 20th Century Fox

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