viernes, 2 de noviembre de 2012

Al abordaje de Polaris


                                             
Toda Venecia es un reflejo en el agua, una acuática y sutil mancha de acuarela esbozada por el pincel de William Turner, el pintor de ardientes atardeceres oceánicos. Ciudad de hídricos cimientos, como un nenúfar, eternamente  cortejada por el mar, que a lo largo del tiempo siempre ha hipnotizado a los artistas. Hugo Eugenio Pratt se críó jugando al escondite con Neptuno entre las góndolas. Su vocación era inevitable,  igual que  el fluir de las mareas en Venecia. Un día de 1967 Melville le presta una astilla de la pata de palo de Ahab para que el dibujante la utilice de palillero, a continuación la plumilla se hunde en las profundidades del tintero para después, cargada de tinta,  empezar a realizar filigranas sobre el blanco virgen del espíritu del cachalote que Pratt intuye en la hoja de papel. Se inventa un pirata trotamundos con historietas de tebeo tatuadas en el pecho, romántico perseguidor de amores amotinados, un dandi perfumado de salitre. Hugo Pratt le bautiza Corto Maltés y desde ese momento empieza su peregrinaje común por el destino.

La carta marina de Corto Maltés describe los agitados mares de entreguerras del siglo pasado y con él, los lectores, son arrastrados por la corriente desde  Nueva Guinea a Yemen, las Antillas, Somalia o Afganistán persiguiendo el rastro de Long John Silver.

A Corto, le tutean las voluptuosas sirenas, acariciadas por el lápiz de Milo Manara, a espaldas de Neptuno. Están enamoradas de su sonrisa, una raya de tinta fina, espontanea, nervuda  y acogedora como la silueta de un islote esculpida sobre línea del horizonte para un naufrago, aprendida por Pratt de la técnica de Milton Caniff  y Will Eisner. Las patillas del marino apuntan hacia el suelo, parecen muletas con las que se ayuda el aro de pirata, cada vez que toca tierra, prendido de su oreja. Maltés es un figurín elegante, de levita y cuello duro con corbatín, que rima con bergantín, descrito con un rasgo firme de línea despejada y vigorosa, rubricada por volúmenes negros,  pesados y extensos, en los que es inevitable buscar la estrella Polaris, en la cola de la Osa Menor. La Estrella Polar.


 

domingo, 9 de septiembre de 2012

El afilalápiz del Aleph


                                            
Oh, Dios mío. No me hagas esto. Después de cincuenta mil dólares de psiquiatra, ¿tendré que marcar ahora el 112?


                                       Woody Allen, Maridos y mujeres.

¡No… Échale un vistazo a las viñetas de Quino!. Pienso yo que Dios podría responder. Si uno, claro está, resiste el vértigo del psicoanálisis, el viaje a las profundidades de los espejos dibujados  por los ochenta años de su plumilla desgastada y maestra, con línea perpleja y pareja del alambre de funambulista sin red. Quino, tan argentino como los psiquiatras y los psicólogos, zambulle nuestro cerebro en su tintero, del que luego salimos retratados y boqueando. Y nuestro Sistema.
Mafalda odia la sopa… y sus tropezones crujientes, tostados a fuego lento por las dictaduras. Quino odia a Mafalda, como Arthur Conan Doyle odiaba a Sherlock Holmes. Una y otra vez también ha intentado borrarla  en las cataratas de Reichenbach a manos de Moriarty. Pero nunca le hemos dejado. Necesitamos a su Mafalda, ahora más que nunca, necesitamos el oxígeno de su inocente sabiduría dibujada y ponernos en la cabeza el casco de su peculiar peinado para que nos proteja de las caídas, porque caminamos sobre el alambre, como funambulistas, y nos están quitando la red.






sábado, 14 de abril de 2012

El recuadro negro (homenaje a Mingote)


El recuadro negro, a Antonio le hubiese gustado mas fino, casi una línea delgada de alambre: el marco de una viñeta. Él no era partidario del negro ostentoso de las esquelas… De cualquier ostentación y punto.
Era, Antonio Mingote, un caballero a la antigua: generoso, justo, culto, atento, respetuoso, ecuánime, galante, paciente…sabio.  Ante la zafiedad que, como la carcoma, devora estos tiempos vertiginosamente mercenarios,  jamás abandonó su porte. “Yo me hice dibujante para no tener necesidad de hablar en público, solo dibujar” decía, pero Mingote, el editorialista gráfico, que no se acordaba de que también era Académico de la Lengua, tenía que hacerlo muy a menudo: premios, homenajes, cargos… eran su penitencia. Enfrentarse diariamente a la página en blanco le  había curtido en la humildad, se sentía minúsculo ante su inmensidad de hielo. Generosamente, a uno, a su lado, siempre le hacia sentirse importante: poco amigo de las instantáneas, solo presumo de las que tengo con él. Cuando en el escenario político había nuevos actores y en ese momento casualmente coincidíamos, a Gallego, mi socio, reconociéndole paternalmente el talento de su arte, siempre le apremiaba para que “sacara las nuevas caricaturas y así poder copiarlas”, nunca tuvo ojos de caricato, era incapaz de subrayar la imperfección ajena, de esbozar el dibujo de ningún hombre a una nariz pegado, si acaso solo así mismo pegado a la suya, que él reconocía superlativa. No tenía malicia. Tenía otras cosas en que fijarse. En una de sus viñetas más celebradas, Velázquez, el maestro pintor, mientras contempla a todos los personajes de “ Las Meninas” que le rodean tal y como aparecen en el cuadro, se dice así mismo: ¿a ver, que se me ocurre hoy?. Del mismo modo, Antonio solo tenia que dejarse llevar y con su trazo prodigioso empezar a describir geniales volutas de grafito sobre el papel virgen, vacío,  hambriento de su talento. Papel, lápiz, tinta y acuarela, no necesitaba otra cosa para realizar su milagro. Elegante y limpio, su dibujo resumía gestos con líneas seguras. Puntos cardinales de sus viñetas, los personajes, pendientes del soplo de vida de una idea, ensayaban  el triple salto a nuestras conciencias y cuando al Maestro se le encendía la bombilla, esa espada de Damocles que todos los viñetistas llevamos de sombrero, los “Mingotes” desde la sección de opinión de un periódico, pellizcaban nuestra alma.
La gran ola que deja el rastro de la quilla de los modernos  trasatlánticos, al navegar por los océanos punto com  y los ratones inalámbricos de sus bodegas de carga, que roen el papel a golpe de clics, convierten a el espíritu de las viejas maquinas de escribir, los tipógrafos, el lápiz, la tinta y la acuarela de los viñetistas, en un pecio nostálgico acostado en el limo. Las ediciones en papel de los periódicos languidecen,  huérfanos tal vez, quieran viajar a la eternidad con Antonio Mingote.
Umbral, su amigo, podría haber dicho: que sola se queda la grapa.
Tú no, Isabel, nos tienes a todos. Un beso