El recuadro negro, a Antonio le hubiese gustado mas fino,
casi una línea delgada de alambre: el marco de una viñeta. Él no era partidario
del negro ostentoso de las esquelas… De cualquier ostentación y punto.
Era, Antonio Mingote, un caballero a la antigua: generoso,
justo, culto, atento, respetuoso, ecuánime, galante, paciente…sabio. Ante la zafiedad que, como la carcoma, devora
estos tiempos vertiginosamente mercenarios,
jamás abandonó su porte. “Yo me hice dibujante para no tener necesidad
de hablar en público, solo dibujar” decía, pero Mingote, el editorialista
gráfico, que no se acordaba de que también era Académico de la Lengua, tenía
que hacerlo muy a menudo: premios, homenajes, cargos… eran su penitencia. Enfrentarse
diariamente a la página en blanco le
había curtido en la humildad, se sentía minúsculo ante su inmensidad de
hielo. Generosamente, a uno, a su lado, siempre le hacia sentirse importante:
poco amigo de las instantáneas, solo presumo de las que tengo con él. Cuando en
el escenario político había nuevos actores y en ese momento casualmente coincidíamos,
a Gallego, mi socio, reconociéndole paternalmente el talento de su arte,
siempre le apremiaba para que “sacara las nuevas caricaturas y así poder
copiarlas”, nunca tuvo ojos de caricato, era incapaz de subrayar la
imperfección ajena, de esbozar el dibujo de ningún hombre a una nariz pegado, si
acaso solo así mismo pegado a la suya, que él reconocía superlativa. No tenía
malicia. Tenía otras cosas en que fijarse. En una de sus viñetas más
celebradas, Velázquez, el maestro pintor, mientras contempla a todos los
personajes de “ Las Meninas” que le rodean tal y como aparecen en el cuadro, se
dice así mismo: ¿a ver, que se me ocurre hoy?. Del mismo modo, Antonio solo
tenia que dejarse llevar y con su trazo prodigioso empezar a describir geniales
volutas de grafito sobre el papel virgen, vacío, hambriento de su talento. Papel, lápiz, tinta
y acuarela, no necesitaba otra cosa para realizar su milagro. Elegante y
limpio, su dibujo resumía gestos con líneas seguras. Puntos cardinales de sus
viñetas, los personajes, pendientes del soplo de vida de una idea, ensayaban el triple salto a nuestras conciencias y
cuando al Maestro se le encendía la bombilla, esa espada de Damocles que todos
los viñetistas llevamos de sombrero, los “Mingotes” desde la sección de opinión
de un periódico, pellizcaban nuestra alma.
La gran ola que deja el rastro de la quilla de los
modernos trasatlánticos, al navegar por los
océanos punto com y los ratones
inalámbricos de sus bodegas de carga, que roen el papel a golpe de clics,
convierten a el espíritu de las viejas maquinas de escribir, los tipógrafos, el
lápiz, la tinta y la acuarela de los viñetistas, en un pecio nostálgico
acostado en el limo. Las ediciones en papel de los periódicos languidecen, huérfanos tal vez, quieran viajar a la
eternidad con Antonio Mingote.
Umbral, su amigo, podría haber dicho: que sola se queda la
grapa.
Tú no, Isabel, nos tienes a todos. Un beso
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